jueves, 26 de junio de 2025

Capítulo I: Crueldad

Nadie elige donde nacer, pero a veces pareciera que el destino tiene preferencias por la tragedia. Citlali nació en la década de los cincuenta, en un rincón perdido del estado de Chiapas, donde los caminos eran de tierra, los techos de lamina y el futuro un concepto ajeno. Su casa, si podía llamarse así, era un refugio de madera envejecida con paredes torcidas que crujían con cada viento. Allí vivían siete almas amontonadas en un solo cuarto: su madre, su padre y cinco hijos que crecían como podían, entre la escases y el silencio.

Desde pequeña, Citlali entendió que la vida no ofrecía treguas. Las mañanas comenzaban antes de que el sol se asomara. Su madre la despertaba con un susurro y un leve apretón en el hombro. Había que encender el fogón, barrer el polvo que nunca se iba, buscar agua del pozo, lavar la ropa de todos en el río y, si quedaba tiempo, ir al mercado a vender lo poco que se hubiera podido cosechar o preparar. Los pies descalzos, los dedos agrietados, las rodillas raspadas... todo eso era parte del uniforme diario de una niña que jamás tuvo tiempo para serlo, una niña cuyo sueño de ser enfermera se había quedado guardado en el morral junto a los libros de tercer grado de primaria.

Era la mayor de cinco hermanos, y aunque nunca se lo dijeron, sabía que eso significaba que su niñez debía guardarse en un rincón. Debía aprender a hacer el trabajo de una mujer adulta, a cuidar, a proteger, a callar. Su madre confiaba en ella más de lo que hablaban. Bastaba una mirada para que Citlali supiera lo que debía hacer: lavar, cargar, calmar, abrazar, resistir. El padre era otra historia. No se sabía si era más fuerte su ausencia o su presencia. Cuando no estaba, la casa respiraba en paz. Cuando regresaba, la tensión se instalaba como una nube densa que lo cubría todo. Era un hombre endurecido por el campo, pero más aun por el alcohol. Sus manos; curtidas por la tierra, también sabían del golpe fácil. El mezcal lo transformaba en un monstruo que gritaba, humillaba y golpeaba sin medir ni razón.

Nunca faltaban excusas. Que no había comida, que los niños hacían ruido, que su mujer no lo miraba como antes, que la vida era injusta. Y aunque todo eso podía ser cierto, nada justificaba el infierno que sembraba en su propio hogar. A veces, al regresar de la cantina, entraba pateando la puerta, lanzando el sombrero al suelo y reclamando por cosas que solo él entendía. En esas noches, Citlali apretaba los dientes y guiaba a sus hermanos a esconderse bajo la cama, los tapaba con cobijas viejas, les pedía que no respiraran fuerte, y luego se sentaba junto a ellos, temblando, mientras su madre enfrentaba sola la furia de un hombre que ya no sabía querer.

Las paredes de esa casa estaban llenas de secretos. Las pocas palabras que se hablaban durante el día eran susurradas, como si el miedo se hubiera quedado a vivir entre las grietas del adobe. Nadie preguntaba, nadie reclamaba. Solo Citlali rezaba. Lo hacía sin saber rezar del todo, pero con la convicción de quien no tiene a nadie más que escuche. Rezaba a una virgencita que tenía escondida entre su ropa, con el rostro ya borroso por el tiempo. Sosteniendo con fuerza la estampa y elevando su mirada al cielo repetía cosas simples: "que no grite hoy... que no la lastime... que no nos vea... que no se enoje... que se vaya y no regrese."

Y entonces ocurrió

Fue una tarde espesa, con nubes que anunciaban tormenta, y un viento extraño que sacudían las ramas secas del guaje. El campo no había dado fruto esa temporada. La tierra estaba reseca, agrietada como las manos de su madre. El padre regresó temprano, lo cual ya era mala señal. Venía con la mirada nublada, los pasos tambaleantes y una furia que se salía por los poros. Entró a la casa sin saludar, pateó una silla, escupió al suelo y exigió comida.

-¿Que comieron?- preguntó con voz pastosa.

Su madre con la voz baja, respondió:

-Solo frijoles, viejo... no alcanzó para más.


Eso bastó. Golpeó la mesa. Maldijo a todos. Levantó la mano. Gritó nombres que no eran de nadie. Citlali corrió a esconderse con sus hermanitos. Uno lloraba, otro se orinó de miedo, los más pequeños solo se taparon los oídos. Su madre no gritó, solo recibió. Como siempre.

Pero esa noche fue distinta.

Después de vaciar toda su furia en gritos y golpes, el padre tomó su sombrero. lanzó una última maldición, y salió de casa. La puerta quedó abierta, balanceándose con el viento. Los grillos cantaban como si nada hubiera pasado. La oscuridad lo tragó sin decir adiós.

Y no volvió.

Esa noche fue larga, silenciosa, inquieta.

Citlali se quedó sentada frente a la puerta abierta durante horas, esperando ver su figura volver tambaleándose entre las sombras. Pero no pasó, su madre no dijo nada. Se quedó mirando el fogón, con la mirada perdida, como si no supiera si debía llorar o dar gracias.

La ausencia no trajo alegría. Solo otro tipo de miedo. ¿Qué pasaría ahora? ¿Quién traería algo de comer? ¿Quién llenaría ese vacio que, aunque doloroso, era parte de su vida?

Citlali no sabía si era correcto sentirse aliviada. Se sentía culpable por no sentir tristeza. Solo vacio.

Esa noche, mientras los más pequeños dormían por fin, ella se quedó despierta mirando el techo. La luna se filtraba por una de las tablas mal clavadas. Sintió el pecho apretado. No lloró. Solo pensó que, tal vez, esa era la forma en la que Dios contestaba las oraciones.

Y entonces entendió lo más cruel de todo: que cuando el sufrimiento se vuelve costumbre, incluso la libertad puede doler.

y agradeció.

2 comentarios:

  1. La historia me lleva a vivir cada escena, por la forma como se va describiendo a detalle lo que va sucediendo.
    Viviana

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  2. Cada ves se va poniendo más interesante 🤗 Mary

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